abril 30, 2012

Catorce-Dieciséis años

Soy de la generación de las computadoras.

En mi adolescencia frecuentaba los chats gays que encontraba, así como los sitios porno que visitaba de rebote. Con esos horribles pop-ups que aparecían a cada paso en el antiguo IE. Charlé con muchas personas, tuve muchos mentores anónimos. Aprendí la etiqueta homosexual a los golpes: el mail trucho, el juego de palabras que nunca llega a nada, el gatear por una de las todavía difíciles cams, la maravilla de los micrófonos, el "no me funciona la cámara", es chateo masivo al punto de olvidar edades, nombres y conversaciones.

Mentía mi edad dependiendo del lugar. Yo no veía mal que se fijaran en mí hombres de cuarenta años. Cada tanto me encontraba con chicos de mi edad, pero pocas veces hacía conexión. Ellos buscaban fotos de rubios carilindos mientras escuchaban a Britney Spears. Estaba la fanfarronería de haberse cogido a medio barrio, o de jugar a la sumisa en el club, o de ratonearse con los adultos pedófilos. Escuché historias terribles y fantásticas, de calenturas irrefrenables, de objetos que se insertan, de pajas a media voz, de golpes en los recreos, de polvos desagradables.
Algo me calentaba de todo ese caldo de cultivos gay. Lo escatológico, lo humillante, lo bajo.
No todas fueron caras sin nombres. Recuerdo a algunas personas que me enseñaron cosas aún sin saberlo. Algunos que entre franeleo y solidaridad me explicaban cómo ser feliz en un espacio reducido entre perchas con ropa.


Esos eran los momentos gloriosos de Terra, con su chat infame. También había otra página que no recuerdo, cuyo chat temático general era latino, así que era como una torre de Babel pintada de arcoiris.

Aprendí que no todos se consideran gays. Algunos eran heteros. Otros bisexuales. Pansexuales. Sin etiquetas.

Cada tanto me encontraba alguno de mi ciudad, pero casi siempre eran sujetos adultos envueltos en mambos que me inspiraban más terror que calentura.
Cabe aclarar que nunca me encontré con ninguno fuera de la pantalla.
Quizás haya alcanzado a masturbarme por teléfono con alguno, pero era todo tan bizarro. A veces no sabía si lo que hacía estaba bien o si estaba mal. Yo seguía.



En algún momento conocí a Bruno. Ya me debe haber olvidado. No importa.
Tenía mi edad. Yo le pasaba cam y él ponía un par de fotos. Una vez improvisó con una cámara digital de las primeras que salían, y lo ví, tal cual lo conocía. Era cordobés. Mí cordobés. Nunca le oí la voz, pero me dijo que tenía acento. Nos intercambiamos mensajes (pocos) y me saludó para mi cumpleaños.
En mi cabecita de adolescente pajero me enamoré. Llegué a jugar con la idea de que era mi novio y que algún día nos encontraríamos y ya no tendríamos nada que decirnos, dado que nos conocíamos a fondo. Alguna vez le sugerí que nos llamemos para jugar por teléfono, pero no le agradó la idea.
Tenía amigos gays con los que iban a un boliche en la Capital. Zen se llamaba. Es increíble que recuerde estas cosas. Los padres no sabían todavía, y un día un amigo en pedo lo blanqueó con una llamada apócrifa. Me imagino que tenía levante, pero nunca lo hablamos. Por esas estupideces de putos y de pendejos, nos dejamos de comunicar. Traspapelé su número en algún momento, y como siempre, mutamos de mails. Nunca más supe de él. Ni siquiera tengo su apellido.


En el mundo real, mientras tanto, era como un muñeco de cartón relleno, que existía y existía. Internet fue como una segunda escuela.

Soy de la generación que descubrió el mundo por medio de una computadora. Lástima que no aprendimos quienes somos.

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